Cuando mi padre dijo - nos vamos al pueblo - los recuerdos dibujaron en mi rostro una sonrisa y evoqué las casas de piedra, los perros callejeando, los esquivos gatos, el lavadero bordeado de rosales, donde el jabón "lagarto" agrietaba las manos, las verdes explanadas cubiertas de sábanas blancas secándose al sol, y Naranjo, el asno, cargando en sus alforjas pucheros de barro con comida casera; el olor y el sabor de la panceta fileteada con navaja sobre una hogaza de pan, delicioso manjar que apenas me dejaban probar.
El pequeño coche familiar daba tumbos por la carretera vecinal que nos acercaba al pueblo. Atravesando altos pinares conseguimos llegar a la ermita, situada a las afueras junto a las eras.
La casa de mis tíos se podía divisar desde allí. Alta y de piedra se alzaba indiferente al ruido del motor. El olor a caballerizas se filtraba por
las ventanillas y el sol, implacable, bañaba las eras, que mecidas por el escaso viento,
levantaba sus pajas haciéndolas revolotear a nuestro alrededor.
Escasos metros me separaban de lo que hasta ahora habían sido mis recuerdos, El patio cuajado de claveles, el zaguán, oscuro y fresco, donde el botijo era el habitante de honor, el hogar con olor a madera quemada y guisos lentamente cocinados, las enormes habitaciones llenas de baúles con mil tesoros imaginados, y el establo escondite de mis juegos donde Naranjo dormitaba feliz.
Soñaba con el amanecer, con el despertar, un buen tazón de malta con leche lleno de pan sopado y un ligero lavado de cara sería suficiente para salir a jugar al campo.
En la calle, buscando piedras preciosas , observaría atenta el desayuno de mis primos,que alegres, bajo el sol recién nacido, tomaban siempre lo mismo, no se si antes en la cocina tomarían leche o café, pero allí sobre una piedra estaba el porrón luciendo su color rojo y en las manos una navaja y un trozo de tocino que cortaban con gran soltura.Debo confesar que pasaba cierta envidia.
Jugando, frente al establo, pasaría la mayor parte de la mañana mientras impaciente esperaría la hora de montarme en Naranjo, la hora de la comida, la hora de ir al monte.
Encima de sus alforjas, bordeando con mis piernas los pucheros calientes, caminaríamos hacía los pinares donde con arte los veci
nos del pueblo recogían, en pequeños tiestos, la resina.
Una vez allí un silbato llamaría a los hombres que trabajaban, mientras las mujeres, a las que yo pretendía ayudar, estenderían un mantel en el suelo y colocarían sobre él los pucheros y como no, un buen plato de tocino entre vetado que daba un toque de apetitosa gula a la peculiar mesa.
Por la tarde, después de hacerle descansar sobre paja fresca, me montaría en Naranjo y él paciente me daría vueltas bordeando el pueblo. Siempre tenia una bondadosa mirada para mí y con su hocico, simulando risas, me most
raba sus grandes dientes mientras que de su garganta salían rítmicos rebuznos.

Eran veranos felices, llenos de olores y sabores, hoy lo que con más nostalgia recuerdo es aquella panceta con hogaza de pan que apenas probaba y a la que mis ojos de niña miraban con deseo, y como no, a Naranjo, el asno, que paciente y cariñoso cada día me dejaba montar en él.
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