Soy Selene, la Luna, pequeño satélite que gira alrededor de un bello planeta: la Tierra. Porque giro a su alrededor es para mi algo desconocido, lo ignoro, quizás porque cuando nació me asomé a verla y me cautivó.
Debí de enamorarme de ella, del intenso azul de sus mares, de sus gigantescos bosques que pintaban el paisaje de claroscuros verdes, de sus montañas, algunas cubiertas de un manto blanco y otras mostrando orgullosas sus grandes rocas, donde el Sol se mecía para disparar sus rayos hacía el horizonte.
Grandes manadas de animales corrían por sus praderas y el aire estaba invadido por aves que agrupadas viajaban largos trechos oteando desde lo alto los frondosos jardines de flores que de manera natural mostraban coquetos múltiples colores.
Todo parecía perfecto y yo, enamorado, disfrutaba mirando siempre hacía ella.
Pero un día en que los dioses andaban aburridos, decidieron crear una figura: el hombre, un ser capaz de pensar y utilizar lo que inocentemente la Tierra ponía a su alcance.
Comenzaron a crecer y a multiplicarse, enseguida aprendieron a explorar sus entrañas, descubrieron sus tesoros: el fuego, los metales, las semillas...
En tanto su habilidad crecía su interior, en un principio ingenuo, se fue trasformando apareciendo en sus ojos la codicia, el odio, la envidia, rompiendo con todo ello la buena armonía que hasta entonces, mirándola, yo había disfrutado.
Destruyeron árboles, contaminaron sus aguas, tiñeron con polución y humo sus cielos, minaron su vientre para sacar sus fluidos, extinguieron razas enteras de animales y surgió entre ellos grandes luchas donde los poderosos abatían sin piedad a los más débiles.
La Tierra les mandaba avisos cada vez con más fuerza, terremotos, sequías, inundaciones, riadas...., pero el ansia de poder y de dominio no les permitía oír ni escuchar sus lamentos.
Hoy rota, casi destruida y apenas sin recursos, contemplo su dolor y aunque mi cara siempre se muestra triste, el amor que siento por ella hará llegar hasta su corazón un grito, una hermosa palabra ESPERANZA.
Debí de enamorarme de ella, del intenso azul de sus mares, de sus gigantescos bosques que pintaban el paisaje de claroscuros verdes, de sus montañas, algunas cubiertas de un manto blanco y otras mostrando orgullosas sus grandes rocas, donde el Sol se mecía para disparar sus rayos hacía el horizonte.
Grandes manadas de animales corrían por sus praderas y el aire estaba invadido por aves que agrupadas viajaban largos trechos oteando desde lo alto los frondosos jardines de flores que de manera natural mostraban coquetos múltiples colores.
Todo parecía perfecto y yo, enamorado, disfrutaba mirando siempre hacía ella.
Pero un día en que los dioses andaban aburridos, decidieron crear una figura: el hombre, un ser capaz de pensar y utilizar lo que inocentemente la Tierra ponía a su alcance.
Comenzaron a crecer y a multiplicarse, enseguida aprendieron a explorar sus entrañas, descubrieron sus tesoros: el fuego, los metales, las semillas...
En tanto su habilidad crecía su interior, en un principio ingenuo, se fue trasformando apareciendo en sus ojos la codicia, el odio, la envidia, rompiendo con todo ello la buena armonía que hasta entonces, mirándola, yo había disfrutado.
Destruyeron árboles, contaminaron sus aguas, tiñeron con polución y humo sus cielos, minaron su vientre para sacar sus fluidos, extinguieron razas enteras de animales y surgió entre ellos grandes luchas donde los poderosos abatían sin piedad a los más débiles.
La Tierra les mandaba avisos cada vez con más fuerza, terremotos, sequías, inundaciones, riadas...., pero el ansia de poder y de dominio no les permitía oír ni escuchar sus lamentos.
Hoy rota, casi destruida y apenas sin recursos, contemplo su dolor y aunque mi cara siempre se muestra triste, el amor que siento por ella hará llegar hasta su corazón un grito, una hermosa palabra ESPERANZA.
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